CATEQUESIS
N. 4
EL SACRAMENTO DE
LA PENITENCIA
JUBILEO DE LA MISERICORDIA
LA SEÑAL DE LA CRUZ
GLORIA AL PADRE…
CANTO: (CANTO SUGERIDO: VENGO ANTE TI MI SEÑOR)
LA ALEGRIA DE
ENCONTRARNOS
Durante todo el jubileo
de la misericordia, podremos atravesar
la Puerta Santa con la posibilidad de adquirir la indulgencia plenaria, sin
embargo, el verdadero perdón llega con la Confesión. “Durante el Jubileo
extraordinario de la Misericordia, el confesionario será 'la Puerta Santa del
alma”[1] El
Jubileo de la Misericordia, será un año propicio para redescubrir la
centralidad del sacramento de la Confesión en la vida de la Iglesia.
Todo el que quiera experimentar la alegría de sentirse acogido y amado por Dios
deberá, en efecto, acercarse al confesionario, porque principalmente a través
de este sacramento, Dios se manifiesta al hombre como Padre que no se cansa
nunca de perdonar y de salvar.
Todos
los peregrinos que lleguen a Roma y en nuestra diócesis a los templos de Nueva
Santa Rosa, Cuilapa y Taxisco, para
obtener la indulgencia plenaria, deberán pasar a través de la Puerta Santa.
Pero, para que el fiel obtenga la absolución de los pecados y experimente la
alegría del perdón de Dios, deberá pasar a través de las puertas del
confesionario. La Confesión se convierte también en lugar donde “se aprende, se
descubre y se vive sobre la propia piel la grandeza del amor de Dios que sacude
nuestro corazón del horror y del peso del pecado, lo hace consciente y lo
dirige cada vez más a la alegría del Evangelio. El sacramento de la Penitencia es la expresión más
sublime del amor y de la misericordia de Dios con los hombres, como enseña
Jesús en la parábola del hijo pródigo. El Señor espera siempre con los brazos
abiertos que volvamos arrepentidos, para perdonarnos y devolvernos nuestra
dignidad de hijos suyos. La Confesión sacramental es el sacramento
instituido por Cristo Nuestro Señor para perdonar los pecados cometidos después
del Bautismo, y conferir la gracia sacramental que ayuda a no volver a ofender
a Dios y a luchar eficazmente por llegar a la santidad.
La institución
de este sacramento fue en la tarde del
mismo domingo en que resucitó Nuestro Señor. En la primera aparición a sus
apóstoles Cristo les dijo: “La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió
así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a
quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20, 21-23). La Iglesia ha
entendido siempre que Jesucristo con estas palabras confirió a los Apóstoles y
a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar los pecados, poder que se
ejerce en el sacramento de la Penitencia. Queda claro que la Iglesia tiene
poder, recibido de Jesucristo, para perdonar los pecados de los hombres, por
muchos y graves que sean.
Ciertamente, el Sacerdote es un ser
humano como cualquier otro, con todas sus debilidades, iguales o mayores que
las de los demás. Es cierto. Pero resulta que tiene un poder especialísimo que
le otorga -nada menos que Dios- para perdonar los pecados de todos los hombres
y mujeres que se acerquen al Sacramento de la Confesión.
HABLEMOS CON DIOS
Jesús mío, quiero hacer una buena
confesión, ayúdame a hacerla. Ayúdame a recordar los pecados que he cometido
desde mi última confesión, ayúdame a dolerme con todo mi corazón de ellos y
decirlos bien al Sacerdote. Virgen Santísima, Madre mía, Santo Ángel de mi Guarda
y todos los Santos del Cielo, rueguen por mí para que haga yo una buena
confesión. Amén
CANTO DEL
ALELUYA
ESCUCHEMOS LA
PALABRA
DEL EVANGELIO
SEGÚN SAN JUAN
20: 19-23
Al llegar la noche de aquel mismo día, el primero
de la semana, los discípulos se habían reunido con las puertas cerradas por
miedo a las autoridades judías. Jesús entró y, poniéndose en medio de los discípulos,
los saludó diciendo: — ¡Paz a ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el
costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús les dijo otra vez: —
¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y
sopló sobre ellos, y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes
perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen,
les quedarán sin perdonar. PALABRA DEL
SEÑOR
REFLEXIONEMOS LA PALABRA
Los cristianos confesamos nuestra fe en
el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la comunión de los santos y el perdón de los
pecados. Estas verdades se hallan íntimamente relacionadas; cada una de ellas
hace referencia a las demás, y todas ellas tienen que ver con el encargo que el
Resucitado dio a sus apóstoles, cuando los envió en misión: "Vayan por
todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se
bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará" (Mc 16,15-16). El que por medio del Bautismo
sella su fe en Jesucristo, está reconciliado con Dios por la muerte de Jesús:
los pecados le están perdonados. Por eso, el Bautismo es el primero y el más
importante sacramento para el perdón de los pecados. El Señor resucitado dio a
los apóstoles el encargo y la autoridad para administrar el Bautismo a los que
creen y para incorporarlos así a su Iglesia.
San Juan, en su Evangelio, da testimonio de este
encargo. Lo describe así: En la tarde de la fiesta de Pascua estaban reunidos
los discípulos. Tenían miedo y habían cerrado la puerta. "Jesús se
presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con ustedes. Los discípulos
se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo: La paz esté
con ustedes. Y añadió: Como el Padre me ha enviado, yo también los envío a
ustedes. Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes les
perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengan, Dios
se los retendrá" (Jn 20,19-23).
En la Iglesia, la autoridad conferida por Cristo a
los apóstoles se ha venido transmitiendo hasta el día de hoy: a los obispos y a
los sacerdotes. Y está bien que así sea. Porque somos seres humanos y cometemos
faltas y errores. Pablo lo expresa atinadamente, cuando escribe en la Carta a
los Romanos: "Yo soy un hombre de apetitos desordenados y vendido al poder
del pecado, y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero,
sino que hago lo que aborrezco" (Rom 7,14-15). Estaríamos perdidos si a
nosotros, los bautizados, no se nos ofreciera constantemente perdón: En el
sacramento de la Penitencia, a quien se convierte y se arrepiente de su culpa y
la confiesa, Cristo le concede la reconciliación y el perdón. El evangelista San Juan refiere lo siguiente
acerca de unos escribas. Traen a una mujer a la presencia de Jesús y dicen:
Esta mujer ha cometido adulterio. Es culpable. Según la ley, tiene que morir
apedreada. ¿Qué dices tú? Jesús guarda silencio. Como le instan a que responda,
Jesús dice: "Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera
piedra". Los acusadores oyen su respuesta y la comprenden. Se van yendo
uno tras otro. Finalmente se quedan solos Jesús y la mujer. Jesús le pregunta:
"¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte?"
Ella responde: "Ninguno". Entonces Jesús le dice: "Tampoco yo te
condeno. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar" (Jn 8,1-10).
El relato del encuentro de Jesús con la mujer
adúltera es un ejemplo. Jesús no rehúye a los pecadores. Come con ellos. Entre
sus apóstoles hay un antiguo publicano. Y en su hora suprema Jesús dice al
ladrón que está crucificado "a su derecha": "Te aseguro que hoy
estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Jesús no clava a nadie en sus
fallos. A los que están encorvados bajo el peso de la culpa, Jesús les quita de
encima el peso para que puedan levantarse. Jesús no se preocupa de que se
condene y castigue a los culpables, sino de que, como personas absueltas, vivan
una vida nueva y no se olviden jamás de que Dios los ama. De este modo, ellos
pueden aceptarse a sí mismos, porque han sido aceptados por Dios. El perdón no
puede comprarse ni puede merecerse; nadie tiene derecho al perdón. El perdón
sólo puede implorarse, para sí y para los demás. La bondad de Dios es
infinita. Pedro quiere saberlo con toda exactitud.
Pregunta a Jesús: "Dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano
cuando me ofenda? ¿Siete veces?" Desde luego, la oferta que Pedro hace no
es mezquina. Sin embargo, al oír la respuesta de Jesús, se da cuenta de que hay
que aplicar una medida totalmente diferente, cuando se trata de perdonar.
"Setenta veces siete", dice Jesús. Y quiere hacernos comprender: No
hay que poner límite a la cuenta. Debe perdonarse siempre que uno de nuestros
semejantes necesite perdón (Mt 18,21-22). Desde luego, no es casual que sea
Pedro precisamente el que haga la pregunta y el que reciba la respuesta. Es una
respuesta que obliga. Porque a Pedro es a quien el Señor ha confiado las llaves
del reino de los cielos, para que todo lo que él desate o ate en la tierra
-perdone o no perdone- quede perdonado o no perdonado en el cielo, ante Dios
(Mt 16,19).
CELEBREMOS NUESTRA FE
“El
sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación. Cuando yo voy a
confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que
hice no está bien. El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación –
nosotros lo llamamos también de la Confesión – brota directamente del misterio
pascual. En efecto, la misma tarde de Pascua el Señor se apareció a los
discípulos, encerrados en el cenáculo, y luego de haberles dirigido el saludo
“¡Paz a ustedes!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen” (Jn. 20,21-23). Este pasaje nos revela la dinámica
más profunda que está contenida en este Sacramento. Sobre todo, el hecho que el
perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no
puedo decir: “Yo me perdono los pecados”; el perdón se pide, se pide a otro, y
en la Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros
esfuerzos, sino es un regalo, es don del Espíritu Santo, que nos colma de la
abundancia de la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón
abierto del Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que
sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los
hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos, en
el corazón, cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de
tristeza. Y cuando sentimos el perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella
paz del alma tan bella, que sólo Jesús puede dar, ¡sólo Él! En el tiempo, la
celebración de este Sacramento ha pasado de una forma pública – porque al
inicio se hacía públicamente – ha pasado de esta forma pública a aquella
personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Pero esto no debe hacer
perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la
comunidad cristiana el lugar en el cual se hace presente el Espíritu, el cual
renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una sola
cosa, en Cristo Jesús. He aquí por qué no basta pedir perdón al Señor en la
propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar
humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En
la celebración de este Sacramento, el sacerdote no representa solamente a Dios,
sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus
miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él,
que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana
y cristiana.
Alguno puede decir: “Yo me confieso solamente
con Dios”. Sí, tú puedes decir a Dios: “Perdóname”, y decirle tus pecados. Pero
nuestros pecados son también contra nuestros hermanos, contra la Iglesia y por
ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del
sacerdote. “Pero, padre, ¡me da vergüenza!”. También la vergüenza es buena, es
‘salud’ tener un poco de vergüenza. Porque cuando una persona no tiene
vergüenza, en mi País decimos que es un ‘senza vergogna’ un ‘sinvergüenza’. La
vergüenza también nos hace bien, nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe
con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios, perdona. También
desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el
hermano y decirle al sacerdote estas cosas, que pesan tanto en el corazón: uno
siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia y con el hermano. Por eso, no
tengan miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse
siente todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la
confesión sale libre, grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo
hermoso de la Confesión. Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta
¿eh?, cada uno se responda en su corazón: ¿cuándo ha sido la última vez que te
has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años,
cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿cuándo
ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no
pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está
Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te
recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión. Queridos
amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos
en un abrazo afectuoso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. ¡Cada
vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta! Vayamos adelante por
este camino"[2]
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Prepara
una buena confesión, busca al sacerdote y dile que quieres confesarte. No sabes
cuanta paz y felicidad se tiene después de pedir perdón a Dios por tus faltas. ¡Recuerda que Dios te ama y te perdona
siempre! ¿Cómo podemos animar a las personas para que vayan a confesarse? Propósito: preguntar a tu
párroco, cuando se celebran las penitenciales en tu parroquia, luego, invita a tus familiares y amigos a celebrar
el sacramento de la misericordia.
CANTO: (CANTO SUGERIDO: AMEMONOS DE CORAZÓN)
PADRE NUESTRO… AVE MARIA… GLORIA…
ORACION DEL JUBILEO DE LA MISERICORDIA
ABRAZO DE PAZ
SEÑAL DE LA CRUZ
CANTO MARIANO
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