Como prolongación del evangelio del domingo pasado, el relato de Lucas, que leemos en este 26º Domingo Durante el Año (Lc 16, 19-31), quiere recordarnos y hacernos recapacitar, a través del reconocido pasaje del rico Epulón y el pobre Lázaro, sobre el uso que le damos a los bienes materiales en nuestra vida, y el riesgo que corremos de que el afán por el dinero endurezca nuestro corazón y nos haga egoístas e insensibles a la Palabra y a las necesidades de nuestros hermanos.
Para poder ampliar nuestra reflexión personal y grupal sobre este tema, les propongo que compartamos el siguiente cuento, una adaptación del original perteneciente al venezolano Fray Carlos Bazarra:
Un humilde niño vivía con su madre viuda, quien debía trabajar mucho para que su hijo pudiera ir a la escuela y satisfacer sus necesidades. El niño no quería que su madre trabajara tanto y pensó: “Tengo que conseguir dinero para que mi mamá no tenga que fatigarse y vivir felices”
Un día, oyó decir a unos forasteros que existía una ciudad toda de oro: las casas, las calles, hasta las piedras del suelo eran de oro puro. Quien llegara allá ya no tendría que trabajar en toda su vida Admirado por lo que oía, decidió irse a la ciudad dorada, cargar mucho oro y volver para vivir felizmente con su madre.
Al día siguiente, muy temprano, se escapó de su casa, mientras la madre dormía. Se puso a caminar y caminar, hasta que llegó a un río muy profundo. El niño no sabía nadar, y tampoco había barca para cruzar el río. Ya estaba pensando en volver atrás, cuando un pez enorme asomó la cabeza y le dijo:
—¿Quieres pasar al otro lado del río?
—¡Oh, sí, claro!
—Yo te puedo llevar, pero me tienes que pagar el pasaje.
—Lo siento, no tengo ni un centavo. Si quieres, cuando vuelva de la ciudad del oro, te lo pagaré
El pez cargó al niño sobre el lomo y lo llevó a la otra orilla. Allí el pez le dijo:
—Tengo que quedarme con una prenda para que me pagues a la vuelta.
Antes de que el niño pudiera responder, el pez le quitó de un bocado la mitad de su corazón, como prenda y, para llenar el hueco vacío, le introdujo allí una piedra.
El niño siguió caminando, pero se fatigó mucho por no tener el corazón entero. Después de otro día de camino, llegó a un bosque donde los árboles crecían muy juntos, y no había camino para cruzar. Así que el niño no sabía qué hacer, cuando, de pronto, llegó un cóndor volando.
—¿Quieres pasar al otro lado del bosque
—¡Oh, sí, claro! —volvió a repetir el niño
Yo te puedo llevar, pero me tienes que pagar el viaje.
—Lo siento, no tengo ni un centavo. Si quieres, cuando vuelva de la ciudad del oro, también te lo pagaré
El cóndor cargó al niño con sus garras y lo llevó al otro lado del bosque. Allí, el cóndor le dijo: —Tengo que quedarme con una prenda para que me pagues a la vuelta.
Antes de que el niño pudiera responder, el ave le quitó de un picotazo la mitad de su corazón y, para llenar el hueco, le puso una piedra en su lugar.
El niño siguió caminando y arribó, por fin, a la ciudad de oro. No perdió tiempo y comenzó a llenar los bolsillos con piedras de oro, todas las que pudo cargar.
Emprendió el camino de regreso, y, cuando estaba llegando al bosque, lo esperaba el cóndor. Para recuperar la mitad del corazón, tuvo que darle la mitad del oro que llevaba.
Siguió caminando hacia su casa. En el río, lo esperaba el pez. Para recuperar la mitad de su corazón, también tuvo que entregar la otra mitad del oro que llevaba.
Ahora el niño ha recuperado el corazón, pero ya no tiene oro ni plata. Volvió a casa feliz, porque, aun siendo pobre, conservaba su corazón de carne, que es lo más valioso para el ser humano.
(Carlos Bazarra, “Corazón de piedra”, en Con ojos de niño, Venezuela, San Pablo, 1994).