“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? (…) Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero” (Jn 21,17). Este es el diálogo entre Jesús Resucitado y Pedro. Es el diálogo precede al mandamiento: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,17), pero es un diálogo que primero escruta la vida del hombre. ¿No son estas, quizás, la pregunta y la repuesta que marcaron la vida y la misión del Beato Juan Pablo II? El mismo lo dijo en Cracovia, en 1999, afirmando: “Hoy me siento llamado en un modo particular a dar gracias a esta comunidad milenaria de pastores de Cristo, clérigos y laicos, porque gracias al testimonio de su santidad, gracias a este ambiente de fe, que durante diez siglos formaron y forman en Cracovia, ha sido posible que al final de este milenio, en las mismas orillas del Vístula, a los pies de la catedral de Wawel, llegue la exhortación de Cristo: 'Pedro, apacienta mis ovejas' (Jn 21,17). Ha sido posible que la debilidad del hombre se apoye sobre el poder de la eterna fe, esperanza y caridad de esta tierra y diese la respuesta: 'En la obediencia de la fe ante Cristo mi Señor, confiándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia -consciente de las grandes dificultades- acepto'”.
Sí, es este diálogo de amor entre Cristo y el hombre que ha marcado toda la vida de Karol Wojtyla y lo ha conducido no sólo al fiel servicio a la Iglesia, sino también a su personal y total dedicación a Dios y a los hombres que ha caracterizado su camino de santidad.
Todos recordamos como el día de los funerales, durante la ceremonia, en un cierto momento el viento cerró dulcemente el Evangelio colocado sobre el féretro. Era como si el viento del Espíritu hubiese querido señalar el fin de la aventura humana y espiritual de Karol Wojtyla, toda iluminada por el Evangelio de Cristo. Desde este Libro, descubrió los planes de Dios para la humanidad, para sí mismo, pero sobre todo conoció a Cristo, su rostro, su amor, que para Karol fue siempre una llamada a la responsabilidad. A la luz del Evangelio leyó la historia de la humanidad y la de cada hombre y cada mujer que el Señor puso en su camino. De aquí, del encuentro con Cristo en el Evangelio, brotaba su fe.
Era un hombre de fe, un hombre de Dios, que vivía de Dios. Su vida era una oración continua, constante, una oración que abrazaba con amor a cada uno de los habitantes del planeta Tierra, creado a la imagen y semejanza de Dios, y por esto digno de todo respeto; redimido con la muerte y resurrección de Cristo, y por esto convertido verdaderamente en gloria viva de Dios (Gloria Dei Vivens Homo- San Ireneo). Gracias a la fe que expresaba sobre todo en su oración, Juan Pablo II era un auténtico defensor de la dignidad de todo ser humano y no un mero luchador por ideologías político-sociales. Para él, toda mujer, todo hombre, era una hija, un hijo de Dios, independientemente de la raza, del color de la piel, de la proveniencia geográfica y cultural, y finalmente del credo religioso. Su relación con cada persona se sintetiza con la estupenda frase que él escribió: “El otro me pertenece”. Pero su oración era también una constante intercesión por toda la familia humana, por la Iglesia, por toda la comunidad de los creyentes, en toda la tierra -tanto más eficaz, cuanto más señalada por el sufrimiento que marcó varias fases de su existencia. ¿No es quizás de aquí -de la oración vinculada a sus muchos acontecimiento dolorosos y de los demás- de donde nacía su preocupación por la paz en el mundo, por la pacífica convivencia entre los pueblos y de las naciones? Hemos oído en la primera lectura del profeta Isaías: “¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia, del que proclama la paz” (Is 52, 7).
Hoy damos las gracias al Señor por habernos dado un Pastor como él. Un Pastor que sabía leer los signos de la presencia de Dios en la historia humana y que anunciaba después Sus grandes obras en todo el mundo y en todas las lenguas. Un Pastor que había enraizado en sí mismo el sentido de la misión, del compromiso de evangelizar, de anunciar la Palabra de Dios por todas partes, gritarla desde los tejados... “¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos (...) del que anuncia la felicidad, del que proclama la salvación, y dice a Sión: '¡Tu Dios reina!'”(ibid).
Hoy le damos gracias a Dios por habernos dado un Testigo como él, tan creíble, tan transparente, que nos ha enseñado como se debe vivir la fe y defender los valores cristianos, a comenzar la vida, sin complejos, sin miedos; como se debe testimoniar la fe con valentía y coherencia, adaptando las Bienaventuranzas a la experiencia cotidiana. La vida, el sufrimiento, la muerte y la santidad de Juan Pablo II son un testimonio de ello y una confirmación tangible y cierta.
Le damos gracias al Señor por habernos dado un Papa que ha sabido dar a la Iglesia Católica no sólo una proyección universal y una autoridad moral a nivel mundial que antes no se había dado, pero también, especialmente con la celebración del Gran Jubileo del 2000, una visión más espiritual, más bíblica, más centrada en la Palabra de Dios. Una Iglesia que ha sabido renovarse, lanzando “una nueva evangelización”, intensificando los lazos ecuménicos e interreligiosos, y encontrar los caminos para un diálogo fructífero con las nuevas generaciones.
Y finalmente damos las gracias al Señor por habernos dado un Santo como él. Todos hemos tenido el modo – algunos de cerca, otros de lejos – de comprobar como eran de coherentes, su humanidad, sus palabras y su vida. Era un hombre verdadero porque estaba inseparablemente ligado a Aquel que es la Verdad. Siguiendo a Aquel que es el Camino, era un hombre siempre en camino, siempre esforzándose el en bien para todas las personas, para la Iglesia, para el mundo y hacia la meta que para todo creyente es la gloria de Dios Padre. Era un hombre vivo, porque estaba lleno de la Vida que es Cristo, siempre abierto a su gracia y a todos los dones del Espíritu Santo. Cómo se han verificado en su vida las palabras que hemos oído en el Evangelio de hoy: “Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras” (Jn 21, 18). Todos hemos visto como se le fue quitando todo lo que humanamente podía impresionar; la fuerza física, la expresión del cuerpo, la posibilidad de moverse y hasta la palabra. Y entonces, más que nunca, él le confío su vida y su misión a Cristo, porque sólo Cristo puede salvar al mundo. Sabía que su debilidad corporal hacía presente todavía más claramente a Cristo que obra en la historia. Y ofreciéndole sus sufrimientos a Él y a su Iglesia, nos dio a todos nosotros una última gran lección de humanidad y de abandono en los brazos de Dios.
“Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, hombres de toda la tierra. Cantad al Señor, bendecid su nombre”. Cantamos al Señor un canto de gloria, por el don de este gran Papa: hombre de fe y de oración, Pastor y Testigo, Guía en el cambio entre los dos milenios. Este canto ilumina nuestra vida, para que no sólo veneremos al nuevo Beato, sino que, con la ayuda de la Gracia de Dios, sigamos sus enseñanzas y su ejemplo.
Mientras dirigimos un pensamiento de gratitud al Papa Benedicto XVI, que ha querido elevar a su gran Predecesor a la gloria de los altares, me complace concluir con las palabras que el mismo, nuestro querido Papa Benedicto XVI, pronunció en el primer aniversario de la desaparición del nuevo Beato. Dijo: “Queridos hermanos y hermanas, (…) nuestro pensamiento vuelve con emoción al momento de la muerte de nuestro amado Pontífice, pero al mismo tiempo nuestro corazón es empujado a mirar hacia delante. Oímos resonar en el ánimo sus invitaciones repetidas a avanzar sin miedo sobre el camino de la fidelidad al Evangelio para ser heraldos y testigos de Cristo en el tercer milenio. Nos vuelven a la mente sus incesantes exhortaciones a cooperar generosamente en la creación de una humanidad más justa y solidaria, a ser constructores paz y de esperanza. Quede siempre fija nuestra mirada en Cristo 'Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre” (Heb 13, 8), que guía firmemente a su Iglesia. Nosotros hemos creído en su amor y es el encuentro con Él 'que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva' (cfr Deus caritas est, 1).
Que la fuerza del Espíritu de Jesús sea para todos, queridos hermanos y hermanas, como lo fue para el Papa Juan Pablo II, fuente de paz y de alegría. Y la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser en toda circunstancia, como él, apóstoles incansables de su Divino Hijo y profetas de su amor misericordioso”. ¡Amén!”
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