Mañana domingo 21 de abril, la Iglesia nos invita a celebrar la 50 Jornada Mundial de
Oración por las Vocaciones. La liturgia dominical nos presenta a Jesucristo como “El Buen Pastor” que da la
vida por sus ovejas. Una buena
ocasión, para que los párrocos y los amigos del seminario motivemos
la oración y la ayuda económica a favor de las vocaciones sacerdotales..
Este año, la iglesia nos invita a reflexionar sobre
el tema: «Las vocaciones signo de la esperanza
fundada sobre la fe», muy
atinado el tema en el contexto del Año
de la Fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.
Los sacerdotes
en este Domingo, con confianza nos encomendamos a Jesucristo, El Buen Pastor y
le pedimos con fe, que nos regale
en su Iglesia, pastores que nos
guíen, oremos por los seminaristas de nuestra Diócesis de Santa Rosa. Jesús Buen Pastor, nos conceda para la Iglesia que peregrina en Santa Rosa y
para el mundo entero, abundantes vocaciones sacerdotales.
Jesus Buen Pastor Buen Pastor, bendiga al Papa Francisco y a nuestro obispo, pastor de nuestra Iglesia Diocesana.
Les invitamos a leer el mensjae para la jornada de oración por las vocaciones para este año.
MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA L JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
PARA LA L JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
21 DE ABRIL DE 2013 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema: Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe
Queridos hermanos y hermanas:
Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se
celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las vocaciones signo de la
esperanza fundada sobre la fe», que se inscribe perfectamente en el contexto
del año de la fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio
Ecuménico Vaticano II. El siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar,
instituyó esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe
enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9,38). «El problema del número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el
Pontífice– afecta de cerca a todos los fieles, no sólo porque de él depende el
futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es
el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad
parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias
cristianas.
Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y
religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio» (Pablo VI, Radiomensaje,
11 abril 1964).
En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por
todo el
mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto
domingo de
Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la
reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta
significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño
por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción
pastoral
y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al
sacerdocio y
a la vida consagrada.
La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al
mismo
tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por
insatisfacciones y
fracasos. ¿Dónde se funda nuestra esperanza? Contemplando la historia
del pueblo
de Israel narrada en el Antiguo Testamento, vemos cómo, también en los
momentos
de mayor dificultad como los del Exilio, aparece un elemento constante,
subrayado particularmente por los profetas: la memoria de las promesas
hechas
por Dios a los Patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud
ejemplar de
Abrahán, el cual, recuerda el Apóstol Pablo, «apoyado en la esperanza,
creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos
pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu
descendencia» (Rm 4,18). Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo
de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la
alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre
la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del
diluvio (cf. Gn 8,21-22), al del éxodo y el camino por el desierto (cf.
Dt 9,7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y eterna alianza
con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto y resucitado para nuestra
salvación.
En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad
del Señor,
auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que
siempre hace
vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en
la
esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el
fundamento seguro de toda esperanza: Dios
no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en
toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida
esperanza y rezar con el salmista: «Descansa sólo Dios, alma mía, porque
él es mi esperanza» (Sal 62,6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene
las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente
unidas. De hecho, «“esperanza”, es una palabra central de la fe bíblica, hasta
el punto de que en muchos pasajes las palabras “fe” y “esperanza” parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la
“plenitud de la fe” (10,22) con la “firme confesión de la esperanza” (10,23). También cuando la Primera Carta de
Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una
respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3,15), “esperanza” equivale a “fe”» (Enc. Spe Salvi, 2).
Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se
puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor,
mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Y este amor, que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra
existencia, pide una respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su
propia vida, sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente.
El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a
aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta
certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído
en él» (1 Jn 4,16). Y este amor exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos
alienta, nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener
confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás. Quisiera dirigirme
de modo particular a vosotros jóvenes y repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin
este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos,
cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos
la certeza de nuestra esperanza!» (Discurso a los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro, 19 junio 2011).
Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy Jesús, el
Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida, y nos ve inmersos en
nuestras actividades, con nuestros deseos y nuestras necesidades. Precisamente
en el devenir cotidiano sigue dirigiéndonos su palabra; nos llama a realizar
nuestra vida con él, el único capaz de apagar nuestra sed de esperanza. Él, que
vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a
seguirlo. Y esta llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús
repite: «Ven y sígueme» (Mc 10,21). Para responder a esta
invitación es necesario dejar de elegir por sí
mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad
en la
voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en
primer lugar
frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el
trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar
la propia vida a él, vivir con él en profunda intimidad,
entrar a través de él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo
y, en
consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con
Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y
donde la vida será
libre y plena.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro
personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para entrar en su
voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como
relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro
de nosotros. Este itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene
lugar dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un
generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión misionera que induce al
don total de sí mismo por el Reino de Dios, alimentado por la participación en
los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de
oración. Esta última «debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con
el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por
las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica,
en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente» (Enc.
Spe
salvi, 34).
La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad
cristiana, en
la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo
sostiene
suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada,
para que
sean signos de esperanza para el mundo. En efecto, los presbíteros y los
religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de
Dios, en un
servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella
firme
esperanza que sólo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por
tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico,
pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo
deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a
seguirlo más de cerca. La respuesta a la llamada divina por parte de un
discípulo de Jesús para
dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, se manifiesta
como
uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a
mirar con
particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de
evangelización.
Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la
predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para
el
sacramento de la reconciliación. Por eso, que no falten sacerdotes
celosos, que
sepan acompañar a los jóvenes como «compañeros de viaje» para ayudarles a
reconocer, en el camino a veces tortuoso
y oscuro de la vida, a Cristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6); para proponerles con valentía evangélica la belleza del servicio a Dios,
a la comunidad cristiana y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad
de una tarea entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia
existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado en primer
lugar (cf. 1Jn 4,19). Igualmente, deseo que los jóvenes, en medio
de tantas propuestas
superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores,
las
altas metas, las opciones radicales, para un servicio a los demás
siguiendo las
huellas de Jesús.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de
recorrer
con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso
generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo
que el mundo no
puede dar, seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno, aprenderéis
a «dar razón de vuestra esperanza»
(1 P 3,15).
Vaticano, 6 de octubre de 2012
BENEDICTO XVI
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